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Yo puse todo de mí para que resultara la anhelada sanidad y cuando terminó el ritual ella me preguntó si me sentía mejor, pero desilusionado y muy apenado le respondí que me sentía igual, no hubo ningún cambio y ella me miró enfadada y me pidió enérgicamente que pusiera de mi parte, -si- le contesté. Pero que quería que hiciera, estaba esperanzado pero no resultó, y ella me culpaba a mí de su incapacidad, negligencia o su mentira. La “médica” le dijo a mi madre que necesitaba tener otra cita conmigo y luego antes de irnos cobro su paga, la cual era bastante onerosa.

Mientras caminaba con mi madre de vuelta a nuestro hogar, le conté todo lo que había sucedido, que nunca adivinó nada acerca de mí con el tarot y que pensaba, luego de estar con ésta médica, que solo era una embaucadora. Nos fuimos bastante desilusionados.

Los pensamientos dirigen las situaciones de mi vida

Mi padre y hermanos ignoraban lo que me sucedía. Yo daba gracias a Dios que mi madre no se haya enfermado con lo que le conté, pues pensaba, como ya había dicho anteriormente, que si le contaba, ella también sufriría de éste problema mental. En cierta manera me tranquilizaba saber que mis hermanos no supieran de esto ya que eran menores que yo y pensaba que ellos podrían ser mas vulnerables a ser “contaminados” con ésta enfermedad.

Como les contaba, a pesar del problema, yo trataba de llevar una vida normal. Además sufrir éste padecimiento me hizo un muchacho más fuerte, más valiente pues por ejemplo la mayoría de la gente es temerosa de la oscuridad o de “fantasmas”. En cambio yo algunas veces cuando en las noches necesitaba ir al baño no encendía la luz del largo pasillo que me llevaba a éste y pesaba dentro de mí “es tan traumante éste problema que tengo en mi cabeza y tan duro de sobrellevar que nada más me asustaría, esto ya es el tope de lo que uno puede sufrir”.

Con el tiempo comencé a percatarme que cuando pensaba que algún evento iba a ocurrir, sucedía todo lo contrario. Hubo varios días, pero no en todos, en que me despertaba y pensaba que había un día despejado y al abrir las cortinas de mi ventana, veía que estaba nublado. Y cuando pensaba que el día siguiente iba a ser lluvioso sucedía lo contrario.

Ya estaba en mi último año en el liceo, tenía 17 años. Ya habían pasado seis años enfermo y aunque sufría a causa de éste implacable “ente”, por así decirlo, en mi cerebro, sentía algo de orgullo por mi mismo al poder sobrellevar ésta pesada carga sobre mis hombros y que Dios estaría orgulloso de mí. No les mentiré al decir que algunas veces ansiaba desesperadamente estar sano y disfrutar de las cosas de la vida plenamente. Ése ultimo año en el Liceo fue difícil, yo sufría de una insípida tartamudez, no demasiado, porque podía controlarlo, pero no siempre. Ése año algunos compañeros comenzaron a burlarse de mi condición, cosa que siempre hacían con otros pero nunca conmigo. Las burlas eran tan crueles que hubo momentos en que quería dejar de lado la escuela, ya no quería ir más, podía sentir y percibir la maldad en todo eso, quizás inmadurez o idiotez de ellos o como lo pensé muchas veces, alguna influencia maligna. Algunos días no iba al Liceo, caminaba por las calles hasta la hora de regresar a mi casa. Tomé la extraña costumbre en esos días de visitar el cementerio. No había razón en eso ya que yo no tenía ningún familiar ahí, pero cada vez que iba me inundaba una increíble paz al recorrer las tumbas y leer los nombres de cada una. Me impresionaba al encontrarme con algunas muy antiguas y me llamaba mucho la atención aprender un poco de la historia de mi ciudad y de sus primeros habitantes. Cuando le confesé a mi madre lo de mis visitas ella me dijo que no era bueno hacer eso y peor aún cuando no había nadie a quién visitar. Me dijo además que debía ser fuerte en el Liceo para poder llegar a fin de año y que la mayoría de los jóvenes a esa edad eran así, crueles. “¿tan crueles?” pensé yo, o es que quizás había otra cosa detrás de ello.